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¡Un minuto, por favor!

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Sintió, en ese preciso momento, que llevaba una eternidad en aquel baño. Las razones por las que se daba cuenta en ese momento y no en la infinidad de segundos anteriores era, al menos para ella, un completo misterio. La razón que la había llevado ahí si le era muy clara: un hilo fino de sangre oscura se deslizó por su nariz -hasta alcanzar la parte superior de su labio- mientras le contaba a un grupo de aparentes desconocidos alguna historia de su pasado remoto. Tuvieron que pasar muchos años para que volviera a sangrar; al menos de esa manera. Cuando era niña su abuelo encontró la manera de alivianar estos episodios terroríficos: le solía decir que debía ser un efecto secundario de su profunda concentración a la hora de narrar una historia. Hoy, frente a un espejo luminoso, le era inevitable pensar en ese diagnóstico y sonreír; una sonrisa que requiere la complicidad de aquella persona que no se encuentra ahí. Un golpe en la puerta interrumpió su tren de pensamiento. “¡Un minuto por favor!” fue lo único que pudo escapar de su boca. Una repentina angustia se empezó a apoderar de ella (casi al nivel celular). Sin razón aparente sintió una gran culpa por haber sangrado, como si aquel fluido fuera prohibido; o como si ocupar el baño por más de un minuto desafiara las mismas leyes que construyen la fábrica del espacio tiempo. ¿Cuánto tiempo le había tomado esta reflexión? Seguramente más de un minuto. Volvía a pensar en su infancia mientras dejaba correr el agua sobre su rostro. Tal vez la relatividad del tiempo nunca le sería tan diáfana como ahora. Podía volver algún lugar distante en su infancia; regresar al momento preciso en que un invitado, con cara horrorizada, le comentó que estaba sangrando; o pensar en lo que diría para excusarse por su demora. Una infinidad de escenarios contenidos dentro de un minuto pasajero.

Cerró la llave con determinación. Acaparó unas cuantas toallas de papel desechables; previendo que tuviera que terminar de secarse una vez saliera del baño. Dió un vistazo rápido pero concienzudo del espacio: no quería que la persona que había tocado la puerta -una eternidad atrás- se tuviera que enfrentar, además de una interminable espera, a un lugar atroz. Volvió a verse en el espejo iluminado; la luz blanca y sintética transformaba su rostro de una manera que no lograba comprender. A pesar de que sabía que el minuto que había solicitado ya había cumplido su ciclo de vida, decidió tomarse otro momento para verse de manera detallada. Advirtió en esa imágen un tipo de familiaridad extraña: podía reconocer en esa imágen el rostro de sus padres (incluso el de su abuelo), pero no el propio. No era una cuestión de simple genética, o incluso de envejecimiento; ambos contenidos en recorrido que hace el tiempo sobre la existencia. No. Era simplemente un momento ajeno capturado en un lugar extraño. “Lo siento, no será más de un minuto!” Sintió un afán de justificar ese momento de reflexión frente al espejo. ¿Cuánto más podría alargar ese instante fugaz? Cuando era niña y sangraba, se esforzaba por recordar lo que era la vida previa al sangrado. Como si aquellos episodios fueran la norma en su vida. Pero cuando no sangraba pensaba lo distante que parecían aquellos incidentes. Se sorprendía de lo dúctiles que podían ser estos espacios temporales. Todos determinados, siempre, por el halo carmesí que se escapaba de su fosa izquierda. Volvió en sí de manera súbita, como si el peso del tiempo desde el golpe en la puerta se colara en su huesos. Repitió la rutina previa, tratando de no olvidar nada; no dejar ningún tipo de evidencia: como si algo equivocado hubiera tomado lugar en aquel baño.

Se apresuró a abrir la puerta, pero cuando su mano estaba en el picaporte se detuvo: sabía que se delataría -de un crimen que no había cometido- si salía de manera atropellada. Buscó en sí misma fragmentos de compostura que la acompañaban en momentos como este. Inhalo de manera lenta y profunda, buscando consumir la totalidad de oxígeno en el baño y el tiempo en el universo. Abrió la puerta y se dispuso a dar una larga explicación, pero nadie se encontraba ahí. Supuso que la persona que tocó tuvo que renunciar en algún momento a la posibilidad de entrar a aquel baño. Por primera vez pensó en las personas que la esperaban en la mesa; pensó en la sopa que seguramente ya había entregado su calor a la entropía universal. Sabìa que si alguien podía entender el perpetuo retrato serían los comensales extraños que la acompañaban esta noche; tal vez lo entenderían mejor que ella misma. Este pensamiento la tranquilizó. Buscó nuevamente el espejo del baño, pero ya era demasiado tarde: la posición que su cuerpo estaba ocupando, en ese preciso momento, en el continuo del espacio tiempo ya estaba lejos del espejo del baño. Regresó a la mesa y recibió una mansa bienvenida. No desprovista de empatía, pero sin señal alguna de cavilación. Aunque no esperaba una ola de falsas pesquisas sobre su salud, le inquietaba la falta de interés general. Se disculpó por su demora, pero nadie le hizo caso. Frente a ella vio el plato de sopa. No entendía porque después de tanto tiempo no retiraron el plato. Pensó que quizá alguien había intervenido para que ella pudiera encontrar algún rastro de familiaridad en la mesa. Se detuvo a ver el plato, como si el espejo del baño hubiera mutado en aquella porcelana blanca. Notó que del plato todavía emanaba un tímido vapor blancuzco. ¿Qué tan largo podría ser un minuto?

Felipe Aramburo Jaramillo