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Ruido de fondo

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Para entonces la ciudad se despertaba -y acostaba- con el sonido estrepitoso del estallar de las bombas. Por más grande que pudiera parecer la ciudad, las temibles explosiones encontraban la manera de reconfigurar su geografía. Al principio muchos intentaron encontrar algún patrón lógico que permitiera la predicción oportuna del siguiente estallido: estos cálculos nunca fueron acertados; las bombas aparecían y desaparecían con la misma estocasticidad que rige el devenir universal. Sus padres, que habían crecido en un tiempo remoto y anterior a este, no lograban acostumbrarse a esta sórdida cotidianidad. El, que había nacido y crecido con el retumbar de las explosiones, no concebía el mundo de otra manera. Con sus amigos del barrio solía apostar el dinero de las onces en dónde sería la siguiente ubicación y la cantidad de muertos. Ninguno de ellos se podía imaginar que una bomba pudiera terminar en el barrio donde jugaban a las escondidas; después de todo las explosiones no eran un problema del mundo real, sino una fuente inagotable de cuentos imaginarios (y de apuestas, claro está). Todo esto cambió -como era de esperar en una ciudad donde las explosiones tenían el mismo comportamiento azaroso que la lluvia o el sol- cuando una bomba estalló en la panadería de Doña Carmen.

El no podía recordar con claridad lo que había sucedido. Se despertó un poco más temprano para ser fin de semana y había salido con cierta resistencia a montar en bicicleta; el día toldado y gris de la madrugada parecía ser un presagio desafortunado. Recuerda haberse despertado en un hospital: o más bien en una habitación límpida y blanquecina. Lo despertó un ruido de baja frecuencia en su oído izquierdo; un rumor sordo casi ronroneante. Le habían asegurado -alguien cuyas calificaciones médicas nunca fueron del todo claras- que el ruido desaparecería con el tiempo: eso hace más de 30 años. Aunque al principio aquel rumor inagotable le parecía una tortura insufrible, con el tiempo (y la costumbre) le sirvió como una fuente de inspiración - o inquisición- científica. Ante la aparente imposibilidad de encontrar el silencio absoluto, se volcó al espacio sideral en búsqueda de posibles soluciones para su tormento. Y es que desde el momento que se despertó lo acompañó un recuerdo cristalino de la clase de ciencias naturales donde habían discutido el silencio espacial: se sintió traicionado por las películas de ciencia ficción que tanto amaba cuando se dió cuenta que en el vacío espacial no podían existir los sonidos a los que se había acostumbrado; no se escucharían los disparos lasers o las grandes explosiones atómicas.

Le tomarían unos buenos años y unas cuantas clases de física en la universidad para darse cuenta que esto no era del todo cierto. Llegaría a entender con claridad que el universo contaba con una frecuencia microondas que se remontaba al inicio de todo; en otras palabras, como solía explicarle a sus estudiantes, aún podemos escuchar los remanentes del Big Bang. El día que logró comprender que parecía imposible encontrar el silencio anhelado se sintió devastado. Sin embargo -y después de aquel crudo dolor inicial- vió en esta realización una oportunidad única para trabajar en el siguiente gran descubrimiento de la ciencia. Esta búsqueda implacable del mutismo absoluto lo llevó a divagar por diferentes universidades del mundo. Fue acumulando una serie de publicaciones rimbombantes en grandes revistas científicas que solo sus colegas tenían acceso. Todo parecía llevarlo a ese mismo camino, la posibilidad teórica -llena de ecuaciones desprovistas de cualquier sentir humano- de que en algún rincón del inmenso universo existiera un espacio de silencio autoritario. Mientras todo esto ocurría lo acompañaba aquel murmullo casi invisible; ese ruido de ruido de fondo que lo remontaba siempre a la explosión primordial que desataría todas las explosiones posteriores; incluso aquella en ese barrio distante de la infancia.

Felipe Aramburo Jaramillo

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