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Relatos de la adultez

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Algunos días se daba cuenta que llevaba mirando -de manera casi inconsciente- el tráfico pesado pasar; soñando de manera retorcida lo que sería lanzarse sin decir adiós. Esos días eran los que le recordaban que debía volver a su medicación. En general su vida no era así de emocionante: los días se convertían en una colección de momentos intercambiables, con matices tonales casi indetectables. Ya gente, mayor que él, le había advertido que la vida adulta sería así. En muchos casos sentía que eran simples frustraciones embotelladas que se materializaban en alguna clase de consejo amistoso. Después de todo ya había logrado superar la iracunda inseguridad hormonal que lo atormentó gran parte de su adolescencia; una clase de guerra química propia que había amenazado con acabarlo. La vida adulta (o lo que sea que esto significara) no le resultaba tan terrible; más que un gran fracaso continuo, veía en esa adultez adquirida -vista como una adquisición desde el punto de vista biológico y material- una acumulación de pequeñas victorias: cerveza fría en la nevera, las ocasionales vacaciones fuera del país, la aparente ilusión de libertad económica. Claro, todos estos privilegios dependían, de manera cuantiosa, en una serie de concesiones obtenidas al adentrarse en aquel sistema kafkiano invisible (más conocido como el mundo adulto).

Lejos de ser feliz -o al menos según el criterio de una renombrada terapeuta a la que acudía con cierta frecuencia; cambiando copiosas cantidades de dinero por introspecciones evidentes- , vivía en un estado de placentero embotamiento. Las infinitas rutinas que componían su existencia sólo se veían interrumpidas (y de manera pasajera) por las meditaciones repentinas del tráfico pesado; o en alguno casos más remotos, en la aparente gran altura en la que estaba ubicada su oficina. Al no tener grandes conocimientos matemáticos, le era imposible saber si la sumatoria de momentos que habían culminado en este nuevo estado de adultez estarían regidos por la estocasticidad del universo en expansión; o por el contrario, existía alguna fuerza superior (fuera de las leyes físicas de ese mismo universo en expansión) que se había encargado de moldear su vida de esta desolada manera. Lo que si sabía era que no podía ser el único que habitaba esta insólita circunscripción adulta. No lo veía como una consolación, sino como un recordatorio imborrable de una vida poco extraordinaria: no todo el mundo podía ser un gran científico o artista; el como muchos era una pequeña muela de algún engranaje remoto dentro de un sistema desdeñoso.

Al final de un largo día de trabajo -el cual esta desprovisto de cualquier vitalidad humana posible: el mundo continuaría su curso normal si el no completara las insignificantes tareas que su jefe llamaba trabajo- regresaba a un pequeño apartamento lleno de comodidades adquiridas por esta aparente interminable cadena de acciones. El barrio se había gentrificado por gente como él; adultos huyendo de la tiranía paternal (o maternal), buscando pequeñas viviendas que se ajustaran a las ataduras económicas que se iban adquiriendo con el tiempo (ej. las vacaciones internacionales no se pagaban solas). No era del todo malo. Podía ir a restaurantes temáticos; tomarse algunos tragos con amigos; ir a los diferentes eventos culturales que ofrecía la gran urbe. Ciclos que se repetían con la ecdisis de la semana al fin de semana. Cuentas cuantiosas con algunos recuerdos agradables que justificaban un gasto adicional que se escapaba -en la gran mayoría de casos- de la capacidad de gasto actual. La clave era no pensar en nada de esto: no se puede ser un adulto funcional si se piensa en lo absurdo que es buscar algún tipo de triste consuelo en la acumulación de recuerdos pasajeros; comprados con dinero que en realidad nunca se llegará a poseer. O al menos así lo pensaba cuando se quedaba mucho tiempo viendo grandes camiones pasar. ¡Hora de la medicación!

Felipe Aramburo Jaramillo