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Presagio

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No sé en qué momento se había convertido en una rutina fundamental para la supervivencia de nuestra relación. En realidad sería exagerado afirmar esto, pero era claro, al menos para mí, que la narración detallada de mis sueños era un pilar fundamental de nuestro matrimonio; después de todo para qué se compartiría un tiempo delicado y pasajero con alguien -alguien, que por cierto, no se llegará a comprender en su totalidad-, si no se puede participar en la infinidad de detalles ínfimos que componen las respectivas vidas. Creo que empezó cuando aún éramos novios. Para entonces habíamos, como insectos, mudado las capas superficiales, y alcanzado un espacio más personal; más real. Al principio lo buscaba con cierta timidez después de despertar, pensando que lo que estaba a punto de contarle sería un catalizador de la disolución de los enlaces químicos responsables de su atracción hacia mí. Lo que sí puedo recordar era la sencillez de mis primeras narraciones; las cuales estaban desprovistas de cualquier detalle: más que relatos (compuestos por un inicio, nudo y desenlace), lo que terminaba contándole eran recolecciones simples de anécdotas atemporales. Debo admitir que desde el primer momento -sin claridad de cual fuera-, encontré en él una reciprocidad honesta y tierna. Con los años aprendería que él nunca contaría, al menos en esas etapas tempranas de la vida, con alguien que lo escuchara, y por eso se había prometido, casi como un juramento infantil, que le dedicaría su absoluta atención a los demás.

El instante en que recibí la noticia de su muerte, supe -de manera muy egoísta- que mis sueños dejarían de ser escuchados por alguien. Me imaginé que sin su presencia mis narraciones se desvanecerían. Pasaron bastantes días sin que pudiera tan siquiera dormir. De repente la cama adquirió una dimensión agobiante; como si esta, al igual que el universo, se estuviera expandiendo hacia el infinito. En esos primeros días, sin embargo, la soledad no era el problema: creo que no pasé más de unas cuantas horas sola. La gente que nos conocía tomó una responsabilidad personal de acompañarme en cada momento transitorio. Tal vez, más que su ausencia física me perseguía la ausencia sonora; empezaba a olvidar el sonido de su voz, que se empezaba a confundir con el amalgama extraño de las voces de aquellas personas que me asistían en ese tiempo. Un día -y sin previo aviso- la gente dejó de venir. Supongo que existe cierta etiqueta oculta a la hora de manejar el duelo de alguien que un quiere (o conoce). Y a pesar de que el teléfono sonara, anunciando una voz amiga, pude, quizá por primera vez, sentir el peso real de mi soledad. Para entonces la vida había encontrado la manera de regresar a su curso natural; por su puesto, la infinidad de compromisos, que de manera extraña componen nuestro día a día, no pueden congelarse en el tiempo como un fósil antiguo. Dormir se convirtió entonces en otra obligación más de una vida normal.

Descubrí, con cierta prontitud, que me era imposible soñar. A pesar de haber aprendido a habitar ese espacio extraño en el que se había convertido nuestra habitación, no podía hacer más que cerrar los ojos y volverlos abrir con el resonante ruido de la alarma en la mañana. Me empecé a preguntar si en realidad estaba soñando pero no podía recordarlo porque no tenía a quién contarle. Supuse que la inexplicable cadena sináptica encargada de mis sueños se había acostumbrado -como buen animal de costumbres- a las rutinas narrativas matutinas. Comencé por tener un diario, al cual pudiera acudir en caso de que llegara a soñar. Supuse, con cierta inocencia, que aquel objeto inanimado podría, al menos, ocupar un diminuto espacio (pero tan importante) en mi vida. Las páginas de este diario se mantuvieron en blanco. Y aunque fuera fácil engañarme escribiendo cualquier cosa, tuve la convicción de no hacerlo: mientras él estuvo con vida nunca omití - o inventé- ningún detalle de mis sueños; el ejercicio dependía, en su totalidad, de la honestidad que imprimiéramos ambos. Para entonces entendí que su partida, más allá de cualquier dolor imaginable, era un simple presagio de lo que ocurría con mis sueños. Con él se habían marchado muchas cosas; algunas que aún no logro concebir. Me entrego a un futuro incierto, esperando despertar en su compañía. Al menos en sueños.

Felipe Aramburo Jaramillo

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