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Mundos paralelos

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El pensaba que si se hubieran conocido con anterioridad las cosas serían diferentes. Esta idea le enfurecia dada la imposibilidad espacio-temporal que implicaba cambiar la tiranía del tiempo. Para entonces él ya estaba estaba casado; un matrimonio desprovisto de cualquier sentimiento humano que se pudiera asemejar al cariño. Ella, por su parte, había renunciado a las relaciones: es suficiente contar con un par de rupturas trágicas -o violentas- en la vida para darse cuenta que el amor verdadero solo se encuentra en las páginas descoloridas de algún libro problemático. Todos estos detalles personales no son relevantes para la serendipia (trágica y accidentada) que rige el curso de la vida de las personas. La realidad inescapable es que ahora se conocían, y él no podía escapar la noción de complicidad íntima que existía entre ellos. Quizá lo supo en el instante en que se conocieron; aunque tales coincidencias cósmicas le resultaban detestables. Lo que sí era cierto -al menos bajo las leyes físicas del universo- es que sus caminos no se debían haber cruzado: la topología de los mundos que habitaban era paralela. Sus recorridos serían por siempre similares pero no deberían encontrarse nunca. La teoría había fallado y se enfrentaban a las consecuencias de su colisión personal.

Ella sabía que lo que había iniciado como una simple (o banal) casualidad tendría una serie de consecuencias ramificadas; difíciles de prever. Más allá de la aparente improbabilidad de una unión molecular, existían detalles logísticos que parecían ser infranqueables. Para empezar existía un innegable componente espacial: la distancia entre ellos, al menos fuera de este encuentro, siempre sería abismal. Pronto él tendría que regresar aquel rincón tan remoto para ella. Un rincón compuesto por una vida que él mismo se había encargado de construir, y que en ningún momento había contemplado su existencia. Los mundos paralelos que habitaban se encontraban flotando en un universo ingrávido; distanciados a una velocidad irreparable. Ambos lo sabían, pero eran incapaces de actuar sobre la inevitabilidad de una dolorosa separación. Se refugiaron en una confabulación no verbal que emanaba de cada estructura celular: las tímidas miradas; las fugaces sonrisas; los contactos micrométricos. Sistemas de comunicaciones primitivos que mantenían esa distancia de separación estable. Para entonces -y para ambos en este punto- la variable temporal era la más apremiante. El tiempo que tenían juntos se extiguia con una relatividad einsteniana; difícil de comprender. El día en que sus trayectorias volverían a su topología original sería muy pronto.

Felipe Aramburo Jaramillo 

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