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Manual para un duelo

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Cuando uno llega a cierta edad se empieza a dar cuenta que la muerte de personas cercanas -sin importar el grado de parentesco o relación- ya no es un accidente trágico, sino, y con cierto miedo de sonar insensible, un simple evento demográfico. La realidad inescapable de la vida se hace entonces cristalina: todos en algún momento dejaremos de existir; ya sea en términos biológicos (la respiración celular) o en términos metafísicos (la respiración espiritual), llegará el día en que el tiempo que se nos asignó para vagar por esta tierra –asumiendo que no hay otras- terminará por agotarse. Quizá en este punto también uno empieza a cuestionar la manera más acertada de aproximarse a las personas que sufren de manera directa la pérdida de alguien. Claro, en muchos casos la noticia de la partida prematura de alguien también logra sacudirnos, sin embargo, nos vemos obligados a guardar cierta compostura para poder acompañar en el duelo a los que más sufren. En este caso no debería importarnos en absoluto las construcciones jerárquicas del dolor; los motivos por los que una persona sufre más que otra no deberían ser de nuestra incumbencia. Lo que debería ocuparnos al momento del fallecimiento son las maneras acertadas de manejar el duelo (propio y ajeno), para hacer de este triste tránsito un evento algo decoroso.

El punto de partida de nuestro manual del duelo debe ser la interacción inicial -temiendo de manera profunda a terminar en repeticiones innecesarias- con el convaleciente. Este encuentro debe establecer con claridad el deseo de apoyo desprendido e incondicional. Se debe advertir que en este punto el uso excesivo de palabras desprovistas de cualquier grado de honestidad podrá ser usado como una represalia rencorosa en el futuro. En términos prácticos se debe hablar del corazón, lo que indudablemente implica habitar esos lugares comunes que son desechados como simples clichés. Debería ser obvio que la génesis de aquellas frases como “estoy acá para ti” o “cuentas conmigo para lo que sea” debe ser el sentimiento de reciprocidad emocional: “lo siento mucho” se transforma entonces en el elemento más humano a nuestro alcance; una frase que nos permite acercarnos al universo empírico de la otra persona sin habitar su cuerpo o mente. De este paso inicial se deben desprender una infinidad (no en el sentido estricto matemático) de tareas, las cuales a pesar de implicar cierta obligación, no deben ser vistas como tareas. Después de todo, la temible burocracia de la vida no se detiene al morir.

Una vez se cumplen todos los compromisos mortuorios se debe pensar, con delicadeza botánica, como cerrar el ciclo de participación. Al final del día el duelo continuará se esté presente o no; la vida compartida con alguien -sin importar lo que esa persona representara- no se puede olvidar de manera maquinal e impersonal. Este punto es tal vez el más crítico: con cierta frecuencia la persona que no logra desprenderse del duelo ajeno empieza a vivirlo como propio. Para entonces se viven las fechas significativas (cumpleaños, aniversarios, celebraciones religiosas, etc.) como vivencias dolorosas y personales. Esto, más allá de generar una carga emocional superflua, va impedir que se pueda hacer el acompañamiento necesario durante la totalidad del duelo (días, meses e incluso años). Asegurar el buen uso del manual va permitir que este pueda ser reutilizado con uno cuando la muerte llegue. En otras palabras, el manual del duelo no debería contar con un paso final porque por naturaleza, al igual que la vida misma, es cíclico. Establecer estas reglas extrañas de juego puede parecer como un acto nauseabundo, pero en realidad son las aproximaciones más acertadas para lidiar con algo que aún no logramos entender en su totalidad.

Felipe Aramburo Jaramillo.