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Llamadas telefónicas

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Una década atrás podían llegar a su cabina de control unas cien llamadas en la franja nocturna. Hoy, y si la buena suerte estaba de su lado, solo llegaba un par. Claro, mucho ha cambiado en los últimos diez años se decía así mismo: la llegada del Internet y las redes sociales, para empezar. Lo único que parecía no cambiar era su trabajo; una década dedicada a contestar llamadas telefónicas para una emisora radial popular. Aquella noche, después de llenar por un buen rato el silencio con anécdotas recicladas, recibió la primera llamada. Una mujer, que se negaba a dar mayor detalle personal diferente a su nombre, buscaba exorcizar un profundo desamor que la agobiaba. No siempre el interlocutor proporcionaba suficiente material como para ocupar la duración total de la franja; antes, dado el volumen de interesados en escuchar su propia voz en la radio, esto no era un problema imaginable. Hoy se sentía afortunado por contar con contenido que se ajustaba a su área de experticia. Después de todo el programa seguía siendo exitoso debido a que su apreciación obtusa de los problemas de los demás aún lograba conectar con aquellas personas condenadas a conducir a esta hora de la noche.

La mujer, sin mucha timidez, confesaba que se encontraba saliendo con un hombre casado. De un tiempo para atrás empezaba a sospechar que este aparente triángulo amoroso en realidad se comportaba como una figura geométrica de más lados. La no exclusividad sentimental que el hombre le manifestaba era la fuente de un profundo dolor: que el hombre estuviera casado era parte del tácito acuerdo; acuerdo que ya se empezaba a violar. El claro sin sentido moral era música para sus oídos. Una década atrás había empezado a labrar cierto culto por la forma irreverente en la que conducía el programa. Su voz, inmune al paso de los años, seguía siendo la misma. No esperó a que ella tuviera la oportunidad de acabar de detallar la compleja situación emocional para empezar a socavar, con una amistosa vulgaridad, la esencia misma de la llamante. Su aproximación no se escapaba de las constantes críticas de algunas personas que veían en el programa la manifestación de un tiempo pasado que debía ser olvidado. Sin embargo, algo debía funcionar para que después de diez años siguiera ocupando esa franja horaria. Ella, como cualquier conocedor del programa, entendía que nada de lo dicho por el locutor era personal; era simplemente la manera como el programa funcionaba.

La aparente beligerancia pronto se transformó en complicidad. Por un momento, al menos pasajero, ambos lograban olvidar que los diferentes fracasos que componían sus vidas estaban siendo compartidos a un público mayor. Y es que, a pesar de su aparente éxito, él era consciente que en realidad no había triunfado: estar en el mismo lugar en el que se estaba hace diez años no era una señal de éxito; al menos no en este negocio. Quizá encontraba entre los desdichados y desadaptados alguna extraña compañía; aunque fuera a estas horas muertas de día. Quizá ambos solo querían no sentirse solos. Todos en el fondo experimentamos este profundo desamparo, solo que alguno como ella, y como él, lanzaban una plegaria desatendida al vacío sideral de la ondas radiales, buscando, y sin mucha claridad, un poco de compañía. Claro, si el en algún momento lo pensó, o peor, lo sintió, se había cerciorado de enterrarlo en lo más profundo de su ser; después de todo su forma de actuar y conducir el programa era activo más importante. La franja se acercaba al final y aún existía mucho por hablar. Con una cordialidad poco acostumbrada le deseo buena suerte en su enigmática situación emocional. Mañana volvería a la cabina, esperando las llamadas telefónicas.

Felipe Aramburo Jaramillo

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