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La virtud de las ratas

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Para entonces habíamos agotado todas las opciones: desde la venta de quesos exóticos, hasta la criminalidad menor, no punitiva. Ninguno de nosotros era particularmente hábil en alguna tarea; tal vez lo más llamativo de la familia era la prodigiosa mediocridad con la que conducíamos nuestras vidas. Mis padres -asumo, sin mucho conocimiento previo- no estaban listos para tener una familia numerosa. Sus padres (mis abuelos) no eran personas destacadas, o poseedores de grandes fortunas; por el contrario amasaban grandes deudas que, como alguna extraña y temible condición genética, terminaron siendo heredadas. Se podría decir que el particular caleidoscopio de profesiones que ejercíamos en la casa no era más que un mecanismo de supervivencia para no terminar sepultados en débitos prehistóricos. Y ya que la situación -en ese momento particular; más de lo común- era crítica, nos vimos obligados a emprender una búsqueda subterránea: encontrar en lo que, colectivamente, la sociedad decidía desechar, una oportunidad de sobrevivir. Las basuras superficiales, esas que se encuentran en los botes de la calle, ya eran un emporio manejado por pocos; una comodidad distante para nosotros. Teníamos que ir más profundo: las alcantarillas eran todavía una frontera inexplorada. La marginalidad más absoluta sería nuestra salvación.

Fue mi hermana menor la primera en darse cuenta de la increíble inteligencia de las ratas de alcantarilla. Claro, aquellas que no tuvieran rabia (o alguna enfermedad sin nombre). Mientras hacíamos limpiezas -o la ocasional búsqueda de argollas de compromiso-, ella descifraba las complejas estructuras sociales de estos animales. Era claro, al menos para ella, que aquellos roedores de las profundidades no eran los mismos que se encontrarían en un jardín, o incluso en un laboratorio de productos cosméticos. No, estos animales, al igual que nosotros, habían recurrido a este ecosistema artificial por obligación y no voluntad. En estos casos la necesidad se convierte en una virtud social invaluable; que por nacer de la necesidad no la hace menos virtud. Quizá la creciente complicidad -o misericordia, dependiendo del marco de referencia- entre las ratas y mi hermana, le dio la idea a mi madre de que una clase de simbiosis subterránea se podría estar cocinando. Y así fue. Lentamente empezamos a compartir nuestras vidas: resulta sorprendente como con el tiempo nuestros espacios lograban superponerse. La timidez inicial -más nuestra, que no estábamos acostumbrados a habitar aquellos rincones fétidos y oscuros- se empezaba a transformar en una familiaridad cariñosa. Este ecosistema ahora tenía una comunidad (las ratas y nosotros).

Mi hermana había decidido entrenar a las ratas para realizar algunas labores que nos resultaban de extrema dificultad. Mi madre, por su parte, actuaba como el puente entre los deseos de la familia y el bienestar de los animales. Los demás -incluyéndome- seguimos con cierta incredulidad nuestra vida. En este momento ya estaba establecida una calidad de vida superior a la anterior, o al menos una vida menos agobiante por incongruente que fuera; después de todo vivíamos bajo tierra, aún perseguidos por las deudas familiares. Lo que había arrancado como una caprichosa extravagancia de mi hermana (y de mi madre como cómplice), ya se convertía en una realidad material. Algunas de las más selectas ratas -las que demostraban las mejores aptitudes- ya eran capaces de realizar tareas complejas a cambio de comida: parecía casi fortuito que meses antes hubiéramos desarrollado cierta experticia en la fabricación de quesos. No tomó mucho tiempo para que se corriera la voz. En cuestión de días no dábamos abasto para atender la marea de solicitudes. Todavía no creo que de manera repentina la gente tuviera un interés particular por la condición de sus tuberías. Supongo que muchos no creen en la virtud de las ratas.

Felipe Aramburo Jaramillo

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