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Juan Román Riquelme

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La imagen de Juan Román Riquelme volvió a mí al leer el poema “La Teoría del Poema de Juan Román Riquelme”. En él, Mario Montalbetti -lingüista peruano por vocación y poeta por llamado- habla del mítico jugador argentino como un constructor brillante de poesía en el campo de juego. Y es que para los que crecimos en la época dorada del gran armador argentino es fácil atestiguar la calidad poética de su juego; un estilo que el mismo Riquelme perfeccionaría y que se llevaría con su retiro. Entiendo que el tema del fútbol es, al menos en la consciencia de nuestra sociedad de hoy, un tema espinoso: la iconografía casi religiosa del fútbol, después de todo, logra sacar lo peor -y en contados casos lo mejor- de las personas. También entiendo que hablar de un jugador en los mismos términos en los que se halaga a la gran obra de un gran artista puede ser despreciable. Sin embargo, me ha sido inevitable, después de leer a Montalbetti, no volver a la enigmática figura de Riquelme; quizá buscando encontrar en esta extraña radiografía de un personaje que tuvo una minúscula influencia en mi vida, el motivo de este reanimado interés.

La historia de Riquelme es la parábola de toda gran historia deportiva -de esas que inundan las salas de cine-, llena de momentos de superación que desafían las aparentes imposibilidades de la desigualdad y la pobreza. Es muy tentador pensar en su ascenso astronómico en términos del benevolente porvenir del destino. Quizá, igual de fácil puede ser ver su vida con el lente milimétrico de la estocasticidad matemática. Creo que en ambos casos se estarían cometiendo una serie de imprecisiones ontológicas. Tratar de encapsular el rayo de Riquelme en la botella del pensamiento metafísico o racional, nos aleja del fenómeno poético del que hablaría Montalbetti. Riquelme, es tal vez, el gran último 10: no en el sentido estricto en el que se asigna aquel número al mejor jugador del equipo, sino en el sentido artístico del gran director de orquesta; un ser que desprovisto de los grandes rasgos físicos que dictan el deporte moderno encontró en el arte del balón una manera de hacer historia. Riquelme, en el campo, era como cualquier gran artista con una visión cristalina. Cuántos de nosotros no soñamos con escribir un poema de Mistral, o un cuento como Carver, o un pase milimétrico como los de Juan Román.

El último partido de Zinedine Zidane como jugador del Real Madrid, que se suponía debía ser una despedida nostálgica del gran 10 –aunque portara el dorsal número 5 con el equipo madrileño- francés, se transformó en un espectáculo desenfrenado, digno de un gran músico de Jazz, por parte de Riquelme. La última camiseta que Zidane usó como galáctico terminó en las manos de Juan Román: un simple reconocimiento tácito entre dos grandes artistas. De nuevo me veo en la obligación de aclarar que a pesar de que el paso de Riquelme por el futbol no marcó un gran hito en mi vida personal, me es imposible escapar de su imagen: vestido de albiceleste, azulgrana, amarillo o azul y oro. Me imagino que en un sentido personal me encuentro a mí mismo, de una manera pobre y extraña, en la figura reacia de Riquelme. También, supongo al menos, que en un sentido artístico -estricto o no- veo en su figura una ruptura interesante y necesaria de todo aquello, que con delirios intelectuales, decidimos llamar arte. Y es que si se quiere catalogar el desempeño deportivo como un acto artístico, no hace falta buscar más allá que las copiosas complicaciones de Riquelme en la red.

Felipe Aramburo Jaramillo

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