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Heisenberg

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El 3 de julio de 1945 Heisenberg -junto a ocho de los más destacados científicos alemanes- había llegado a Farm Hall en Inglaterra; donde sería retenido por las fuerzas británicas hasta principios del año 46. Siendo la mente más importante de la física cuántica de Alemania (o quizá del mundo), el ya laureado (Premio Nobel de Física de 1932) Werner Heisenberg era el activo más importante de la Operación Épsilon. Aquella misión consistía en llenar la pequeña casa de campo con una infinidad de micrófonos para entender que tan cerca había estado el Reich de alcanzar la bomba atómica. Para entonces estas preocupaciones -al menos para muchos- parecían distantes; después de todo, los aliados ya habían alcanzado Berlín. La quietud, casi sideral, que se vivía en Farm Hall solo sería interrumpida en la madrugada del 6 de agosto, con la noticia de la caída de la primera bomba atómica sobre territorio japonés. Lo que alguna vez había parecido tan distante -por no decir imposible- para Heisenberg (y el resto de los respetados científicos aquí albergados en Inglaterra) hoy se abría como la posibilidad de un nuevo mundo: el mundo de la fisión nuclear o de la aniquilación absoluta de la humanidad.

Fue en el año 1925 cuando Heisenberg, con apenas 23 años, tuvo la visión epifánica -o ensoñación febril- del principio de incertidumbre; el pilar fundamental para la mecánica cuántica. En aquel verano el reino cuántico aún era muy distante para la humanidad. Ni el mismo Heisenberg, atrapado en la diminuta isla de Helgoland, podía comprender en su totalidad aquellos pensamientos fugaces que se empezaba a grabar en lo más profundo de su cerbero. Claro, ya para el año 45 todo había cambiado. Algunos de los científicos que estaban en Farm Hall recuerdan ver en el rostro del gran físico alemán una melancolía profunda. Muchos asumieron que Heisenberg se lamentaría por el resto de su vida el no haber alcanzado la bomba nuclear. Otros, más optimistas, ven en esta melancolía una señal irreparable de un sueño traicionado. De lo poco que sabemos (algunas de las grabaciones de la Operación Épsilon serían hechas públicas en el año 1992) es que ante la noticia de las explosiones de Hiroshima y Nagasaki, Heisenberg manifestaría su incredulidad total frente a la realidad de las bombas; luego, ante la inminente confirmación, afirmaría que el grupo alemán no hubiera tenido el coraje moral en la primavera del 42 para emplear 120.000 hombres para construir aquel artefacto.

Hoy es imposible entender con claridad la figura de Heisenberg. Su innegable brillantez logra siempre chocar con la realidad histórica de su participación en la guerra. Algunos defensores acérrimos de la ciencia les gusta creer que el físico en realidad -asumiendo que el concepto de la fisión nuclear sería para el algo tan cristalino como una simple suma- dedicó su tiempo, como el director del programa alemán para las armas nucleares, a sabotear todo acercamiento posible de la Alemania nazi a la incomparable fuerza destructiva de la bomba atómica. Otros, que no ven en la ciencia una brújula moral incorruptible, ven con alivio la insuficiencia intelectual (a falta de un mejor término) del equipo alemán liderado por Heisenberg. Hoy, con el pasado atómico tan distante pero a la vez tan presente, me remonto a los días de Heisenberg en Inglaterra. Pienso, con el buen deseo de un escritor de ficciones, en los pensamientos que le ocupaban la cabeza. Me gustaría discurrir en un final borgiano: donde en aquella visión en la isla Helgoland, el joven Werner vería con claridad lo que pasaría con la división del átomo; más allá de números y cálculos inexplicables vería, con claridad absoluta, un futuro al cual no tendré acceso.

Felipe Aramburo Jaramillo.