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Espejo

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Ver el espejo en la mañana siempre representaba lo mismo: encontrase con un rostro desconocido. No porque existiera algún rasgo físico cambiante, o mucho menos, algún tipo de introspección personal fallida. Tenía absoluta claridad sobre quién era; de manera física y personal. Lo que no sabría, cuando el despertador sonara a las siete –sin mucha importancia de las horas invertidas en un sueño reparador- y sus pies tocaran la baldosa fría –sin mucha importancia tampoco de las condiciones climáticas del día-, con qué composición bioquímica estarían edificados sus más íntimos pensamientos, al menos para ese día puntual. Verse en el espejo, era entonces, un ejercicio de evaluación temprana; donde el desconocimiento solo era la evidente probabilidad matemática de una configuración sináptica impredecible. Un tiempo atrás había decidido observarse en aquel espejo sucio con una intensidad intencional: como si existiera alguna manera de somatizarse a nivel celular para tener un buen día. Esto, como los interminables intentos anteriores, no tenía justificación alguna. De eso se trata creer –irreflexivamente- en el azar. Hoy no le había tomado mucho tiempo mirarse en el espejo para darse cuenta que no estaría bien. Claro, las implicaciones de esta afirmación aún no le eran del todo claras; tendría que habitar su piel por un día para darse cuenta.

Para las pocas personas, que todavía decoraban su vida, era ajena a esta realidad. Verse en el espejo implicaba un ejercicio de construcción histriónica constante; al salir de esa puerta se debía manifestar un personaje ajeno. Esta era, quizá, la actividad más engorrosa de su vida: invertir copiosas cantidades de energía –que por las más sagradas leyes de la física universal, debería venir de la transformación previa de la materia (i.e la materia no se crea ni se destruye, solo se transforma)- en la fabricación de una sonrisa convincente. Alguna vez había leído en alguna revista abandonada sobre la comunicación asertiva. Para los grandes teóricos, incluso los de la vida misma, era muy fácil simular escenarios propicios ¿cómo se puede comunicar algo que no se sabe? O peor ¿cómo desarrollar una idea, darle vida y entregarla a un participante ajeno, si esta idea simplemente se desvanece? No es que no supiera que algo andaba mal, lo que ocurría en realidad, es que no tenía claridad que parte indubitable de aquella matriz emocional –solo comparable con algún complejo circuito- algo no estaba del todo bien. Invertir tiempo en estos pensamientos, arrinconados y sin salida, siempre le sería fútil.

Hoy, frente aquel espejo, debía idear un plan de contención para la aparente inminente crisis del día. Con los años ya había desarrollado una habilidad, casi quirúrgica, para sortear estos días tormentosos. No siempre estas maniobras de emergencia eran simples o imperceptibles; en realidad un par de días críticos le serían suficientes para darse cuenta de que la compleja –y fallida- bioquímica cerebral le podría pasar una mala pasada fatal. Abrir el grifo y dejar correr el agua sobre su rostro siempre era el primer paso. Sentir las infinitas flexiones musculares diminutas levantar los folículos de su piel era un tipo de tejido inmaterial que lo lograba aferrar, al menos por un momento pasajero, a esta roca revolucionada. Secarse el rostro con precisión maquinal le permitía cuestionar la intencionalidad de su vida. Era curioso que dentro de las infinitas combinaciones posibles de las bases nitrogenadas –aquellas que se encargaban de regir su existencia- se diera una configuración tan desastrosa. Esta insatisfacción fisiológica lo seguiría atormentando sin importar que tanto tiempo invirtiera viéndose al espejo. Segundos, minutos, horas, días; una vida completa contenida en un reflejo que nunca sería lo que debería ser. El día llegaría en que tal vez reconocería esa imagen en el espejo, quién sabe si antes de que dejara de verse en absoluto.

Felipe Aramburo Jaramillo

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