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Entre paredes

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Durante un buen tiempo -más del que me gustaría admitir- he rechazado la idea de hablar sobre las vivencias de pandemia; como si escribirlas las despertara de aquella pesadilla colectiva para darles una vida material. La realidad es que, creo, no existirá un momento adecuado para hacerlo. Y aunque algunas personas (autores de renombre, de los que nunca se hablará en conjunto conmigo) se adelantaran a hacer algunos juicios apresurados, yo por mi parte, sigo procesando aún los dos últimos años de mi vida. Sin embargo, y con cierta resistencia, he aceptado que lo que ha sucedido con el mundo desde el primer -e inocente en principio- confinamiento, ya hace parte, de manera indudable, del canon oficial de la cultura humana. Resulta obvio, entonces, que dentro de este canon se verán cobijadas las manifestaciones literarias de muchas personas; las cuales, supongo, han querido exorcizar esas experiencias vividas entre paredes. Esto, más allá de ser ya un proverbial cliché -o lugar común-, me sirve como una oportunidad imposible de desaprovechar para narrar uno de los momentos más determinantes en mi vida; durante los momentos tempranos de la pandemia al menos: correr, sin pausa alguna, en el garaje subterráneo de mi edificio durante los primeros tres meses de encierro.

Quizá, como muchos, me vi obligado a ocupar el tiempo con la mayor cantidad posible de actividades. La pausa -a falta de un mejor nombre- nos hizo darnos cuenta que nuestras vidas se componían de una serie de eventos, diseñados y coreografiados, para ocupar una cantidad de tiempo arbitraria: trabajando en casa nos dimos cuenta también que el muy notorio y consabido “8 a 5” no era más que una construcción absurda para hacerle frente a la relatividad einsteiniana del tiempo. Nos vimos obligados (usando deliberadamente una generalización para expresar mi individualidad) a encontrar nuevos pasatiempos -cuyo significado nunca había adquirido un valor tan literal- para hacer del tiempo una región geográfica habitada. Yo, aunque corriera con frecuencia antes de la pandemia, dediqué mis mañanas, con una rigurosidad casi religiosa, a darle vueltas a un garaje. Existieron otras tareas que se acomodaron en mi cotidianidad para hacer los días interminables más tolerables. Sin embargo ninguna de estas tareas (adquiriendo esta categoría por la responsabilidad implícita que contenía su acción) tendría un valor tan metafórico dentro del contexto del confinamiento como recorrer un espacio delimitado, en su totalidad, por paredes; con el único fin de tomar posesión de una hora del día.

Claro, detrás de esto hay un componente de salud mental, el cual a su vez está contenido dentro de la hipercontectividad a la que nos vimos sujetos: no podíamos salir, pero lo hacíamos, de manera constante, a través de la infinidad de pantallas que inundaban nuestra existencia. Pero esto no es lo que me interesa; o no quiero que sea parte del canon que dejará este momento en mi vida. Lo que en realidad me motivó a plasmar el significado de esta actividad, es que a medida que el tiempo se ha ido destilando -o asentando- vuelvo a ese garaje (de manera literal) y no logro recuperar ese afán que me sacaba de la cama todas las mañanas (de nuevo; de manera literal). Ese espacio, cuya familiaridad se convirtió en un espacio deseado incluso después de que pudiéramos empezar a salir con más libertad, hoy parece ajeno y distante. Supongo que muchos de estos pasatiempos, que no cumplían otra tarea más allá que pasar el tiempo, hoy son para muchas personas excentricidades de un tiempo remoto; recuerdos vagos de un tiempo confinado en un plano espacio temporal; un universo entre paredes.

Felipe Aramburo Jarmillo