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El jardín de mi madre

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En toda la casa puedo encontrar las huellas imborrables del paso de mi madre: el particular orden en el cual se encuentran posicionados los más insignificantes objetos me avisa que sus manos inquietas encontraron una distracción pasajera. Esta es, después de todo, su casa; el lugar donde invierte la mayor parte de su tiempo. Su rastro, aunque muy personal, está desprovisto de esa identidad propia. Cada rincón de la casa se asemeja a ella -de una u otra forma-, pero ninguno de estos espacios físicos logra encapsularla; ninguno distinto a su jardín, claro está. Con el tiempo decidimos llamarlo jardín, aun cuando no contaba con la arquitectura botánica necesaria para hacerse merecedor de tal título: en realidad lo que llamamos jardín -y ella con el tiempo ha decidido llamarlo así también-, no es más que una pequeña mesa a la entrada de la casa, donde reposan algunas plantas que mi madre atesora. Es quizá este el rincón de la casa donde su esencia maternal toma cuerpo. Todas aquellas virtudes que ha aprendido con la crianza de tres hijos (y un esposo) se encuentran materializadas ahí; en el cuidado dedicado y sincero de su pequeño jardín.

Aunque para los propósitos narrativos que al lector le competen sería interesante obtener una historia rica en matices sobre el origen de aquel jardín, me temo que no la tengo; o al menos no a la mano: la realidad es que el jardín ha ocupado algún lugar de nuestras vidas, sin importar nuestra ubicación geográfica. En los ya cuatro apartamentos que hemos habitado -como familia al menos- el jardín encuentra, siempre, el lugar cuya meteorología le permita vivir de manera placentera. No es que exista alguna clase de misticismo en el pensamiento de mi madre, simplemente ese instinto maternal, que supongo se somatizó en su misma composición genética, le ha permitido, y sin mucho esfuerzo, encontrar el lugar óptimo para que sus plantas rebosen de vida. Lo que muchos llamarían una buena mano (o un buen ojo), no es más que el ejercicio cotidiano, que ejerce mi madre, de la afinidad por la vida. Esto, de nuevo, no es alguna clase de ejercicio místico: es, y de manera simple, la compasión más humana (entendida desde la óptica de la ética religiosa) que habita dentro de mi madre, y cuya manifestación es cuantificable en términos de la calidad fotosintética de las hojas o número de floraciones en el calendario anual.

Muchos de los clichés -que como buenos clichés nacen de algún lugar común- sobre las madres y las plantas se hacen reales en mi casa: tal vez el más llamativo sea su comunicación verbal y empática con las plantas; mientras las riega. Me atrevería a pensar que en la cabeza de mi madre existe algún lenguaje no verbal con el cual se comunica con sus plantas. Este lenguaje wittgensteiniano le permite entender con claridad el sin fin de complejas emociones que estos seres atraviesan en su rincón día a día. Claro, ella sabe cuándo están tristes, o por el contrario, emanan una felicidad radiante. Nos lo hace saber a todos en la casa, como si además de cuidarlas, fuera su labor servir de intérprete. El jardín de mi madre, a pesar de ser su personificación material -en el sentido de que ocupa un punto específico en la fábrica de espacio-tiempo de este universo-, sigue siendo para mí un lugar distante. Tal vez veo en él algo que yo mismo desconozco de mi madre: al final del día siempre existirán fragmentos propios que son desconocidos para los demás; incluso para nosotros mismos. Una matera o una flor que esconden algo que mi misma madre desconoce.

Felipe Aramburo Jaramillo

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