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Cassini

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En la mañana del 15 de octubre de 1997, fue lanzado, desde la base de Cabo Cañaveral, el cohete Titán IV. En el ocaso de la exploración espacial, se dieron cita las mentes más importantes del planeta para el último gran esfuerzo sideral del milenio. Un año atrás, artefactos similares al estacionado en la costa del golfo, caían sin piedad sobre la ciudad de Belgrado en Serbia. El destino de este dispositivo sería otro. Dentro de aquella monstruosa construcción se encontraban dos revolucionarias máquinas (la sonda Cassini de la NASA y el módulo de aterrizaje Huygens de la ESA); ambas fruto del trabajo incansable de las agencias espaciales estadounidenses y europeas. La misión era clara: explorar el planeta Saturno y sus satélites naturales. La trayectoria llevaría a aquel pilar de ingeniería humana -esa misma ingeniería usada para la guerra en Yugoslavia- por Venus, la Tierra, Júpiter y, de manera definitiva, Saturno y sus lunas. Solo fue hasta el 2004, y ante cualquier improbabilidad matemática, que la nave espacial logró entrar en la órbita del planeta anillado. Quizá lo más memorable de esta operación -que duró más de 13 años y logró aterrizar en la luna Titán- fue la imagen tomada por Cassini en el 2013 de un pequeño punto azul entre los anillos de Saturno.

Este punto pálido es nuestro planeta; una imagen de la tierra a más de mil millones de kilómetros de distancia. Una distancia que se mantiene de cierta manera constante -pesar de la expansión del universo-, gracias a las extremas fuerzas gravitatorias que rigen nuestra existencia. Es tal el recorrido que tiene que hacer la luz para componer esa trémula imagen de nuestro planeta, que para el momento en que la tierra queda retratada ya es otra tierra la que habita ese espacio en la galaxia. Esta imagen no es más que un recordatorio pasado de aquel astro que habitamos. Me es imposible calcular con precisión qué momento de la humanidad quedó retratado; sin lugar a duda algún conflicto o desgracia debía estar ocurriendo. Tampoco a que región del mundo apuntaba la sonda; así mismo es imposible saber cómo se componían las líneas invisibles que establecen nuestros sentimientos patrios. Esta imagen se convierte entonces en un testimonio, casi proverbial, de la aparente insignificancia de nuestra orbe en el universo (e incluso en nuestro propio sistema solar). Un ejercicio extraño -casi enfermo- de encontrar, en nuestra aparente grandeza, aquella inescapable realidad de mezquindad: un reflejo en el espejo a más de mil millones de kilómetros de distancia.

En los casi 20 años de operación de Cassini muchas cosas cambiaron aquí en la tierra. Sin embargo nada de esto fue previsible por el inocente artefacto. Así mismo es imposible ver todas las innumerables tragedias que tuvieron que ocurrir a lo largo de la historia de la humanidad para que la sonda pudiera orbitar los anillos de Saturno. Esta imagen -que se entromete de manera constante en mis pensamientos más entrañables- me lleva a pensar en la relativa naturaleza de nuestro paso por el cosmos; y en particular el paso propio. Quizá lo que me más me atormenta es pensar en lo que estaría haciendo en el momento en que Cassini tomó la foto: tal vez, y en ese momento puntual, la acción que realizaba definía todo aquello que compone mi construcción personal. Claro, todo esto no es más que una absurda exageración infundada. Pero cuando regreso a la foto no puedo evitar que imaginación corra a un lugar donde los límites de lo posible se desdibujan. Veo en ese punto azul la infinidad de posibilidades de una vida mejor; de un mundo mejor. Esto, no obstante, queda atrapado en las leyes físicas que rigen el universo mismo en el que esa foto es posible.

Felipe Aramburo Jaramillo