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Caffe Espresso

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El miércoles no es el día más frecuente para encontrar gente en Caffe Espresso. Eso no parece ser un impedimento para que las personas que estén ahí terminen pasando una noche inolvidable; después de todo, solo se necesita una voz alicorada que se apropie del micrófono de karaoke, para generar cierta complicidad pasajera con los pocos comensales presentes. Ellas se encontraban aquella noche cenando: las razones por las cuales terminaron en aquel mítico lugar -o así le gusta llamarlo a su dueño- podían ser infinitas; tal vez las más probable, a falta de mejor palabra, era que la decoración al estilo “Happy Days” , despertó en ellas una curiosidad, que sumada con el hambre después de un largo día, logró atraparlas de manera fugaz. Los motivos por los que yo estaba en ese lugar, y las posibles consecuencias que mi presencia tuviera, son, en realidad, poco relevantes para el desarrollo de esta historia; lo notable de esta narración es que ellas, sin saber lo que podría ocurrir, se encontraban en ese lugar extraño por primera vez en sus vidas. Esto no es más que una simple especulación que como narrador me puedo dar, y que adquiere su verdadero valor a medida que la historia se desenlaza. Para el momento en que yo entré a sus vidas, en este efímero momento espacio-temporal al menos, ya se encontraban frente a frente. La selección de la mesa, imagino yo, fue un acto calculado con una fría deliberación: la mesa era pequeña, y a pesar de estar en lados opuestos, estaban lo suficientemente cerca para interactuar con cierta calidez; a su costado izquierdo se encontraba una columna que generaba una angustiante bifurcación para aquella persona que se decidiera acercarse a la barra. Para ellas la columna representaba un espacio de amparo final ante la creciente posibilidad de que algo pudiera salir mal.

Para entonces -antes de su ingreso y el mío cabe aclarar- los festejos en una mesa distante ya tomaban una forma descontrolada. Un grupo de amigos, o conocidos que con el licor habían decidido formar una amistad duradera, ya empezaban a vociferar con cierta estridencia las canciones que querían cantar. Ellas, en su rincón sacro, parecían ser inmunes a las crecientes exigencias de aquellos personajes. Para ser honesto, fue en este momento que las perdí de vista por un tiempo; ya se encontraban comiendo algún plato imperceptible cuando desvié mi atención al grupo que empezaba a serenar nuestra velada con la melodía de alguna canción muy fuera del registro vocal de todos los presentes en Caffe Espresso: esta noche de miércoles, claro está. Imagino que ese momento de distracción colectiva fue la ocasión propicia para ir desarrollando la complicidad que existía entre ellas en algo más: cuando el mundo parece desvanecerse ante la presencia de alguien más, y todos esos lugares comunes (o clichés) tan despreciables se empiezan a materializar, es cuando la familiaridad se colorea con matices más personales. Supongo que fue entonces cuando muchas de esas cosas albergadas en lo profundo de sus mentes empezaron a reptar hacia la superficie de la consciencia, donde era más difícil para la maquinaria cerebral retenerlas. Esto no son más que simples suposiciones de un observador inadvertido que estaba en su propia encrucijada sentimental. Lo cierto es que para cuando mi atención retornó a su mesa, la composición molecular de su interacción había cambiado para siempre. Quizá fue por eso que el anfitrión de la intemperancia distante se aproximó a ellas; supongo que el cambio entrópico generado por ellas era perceptible para otras personas diferentes a mi; o al menos para este personaje caribeño de avanzada edad que quería vincularlas a el proceso creativo - y colectivo- del karaoke.

Todos cantamos, incluso ellas. Esa es la magia de Caffe Espresso: un espacio físico -poco convencional por no entrar en muchos detalles- que se transfigura en algo que es imposible de imaginar una vez se da el paso inicial. Ya entrada la noche esa familiaridad entre ellas había permeado nuestra construcción colectiva. De alguna manera todos estábamos compartiendo un momento, congelado en la fábrica cósmica de un universo en constante expansión, que no regresaría, al menos de forma material, a nuestras vidas. Existían, sin embargo, algunos detalles adicionales que estaban corrompiendo aquel momento tan cristalino. Para empezar el grado de alicoramiento, del ya oficial maestro de ceremonias, comenzaba a tornarse desagradable: el tinte político y moral de sus comentarios había logrado espantar algunos inocentes comensales que se vieron seducidos por la amigable algarabía; la cual hacía su recorrido fiel por la calles desprovistas de vida un miércoles en la noche. Sumado a esto, el peso de la absurda responsabilidad adulta se empezaba a calar en los huesos de los pocos comensales que aún se enfrentaba al inminente trasnocho; y cuyas consecuencias solo se materializarían con el sonar del despertador. Me gustaría pensar que después de lo vivido, existía entre nosotros -ellas y yo- una confabulación amistosa; tal vez es por eso decidí plasmar nuestra experiencia, recurriendo a esa área gris de la apropiación, sin pensar en la posible retroalimentación que ellas pudieran darle a este ejercicio literario. En realidad más allá de una sonrisa pasajera y una despedida cordial, nuestras veladas siguieron recorridos paralelos, cuyo único punto de encuentro -por llamarlo de alguna forma ante la imposibilidad geométrica de la afirmación- fue un micrófono compartido por muchas manos que incluyeron las de ellas, y por supuesto las mías.

Felipe Aramburo Jaramillo