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Antípoda

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Desde la perspectiva geográfica se define una antípoda como aquel punto diametralmente opuesto al punto de referencia. Es decir que si nos paráramos en la calle A, existiría un punto B al otro lado -en su definición más literal- del mundo. Este punto, sin embargo, no siempre es un lugar similar al punto de partida; no porque sean lados opuestos significa que será una clase de reflejo en el espejo. La antípoda de una gran capital (siendo precisos en la ubicación geográfica) no suele ser otra gran capital: de manera frecuente puede llegar a ser un punto en la mitad de un vasto mar o en alguna estribación montañosa profunda. Para mantener la idea mística -o romántica- de las antípodas, se suele seleccionar algún punto, que a pesar de no ser el más preciso, si representa, de alguna manera extraña, el concepto de lo opuesto. La antípoda de Nueva York, aquella ciudad de dimensiones descomunales, es en realidad un punto en la costa oeste australiana. Aun así, si se busca en diferentes portales web no será raro encontrarse con versiones diferentes que aseguran que lo más parecido a la antípoda de la gran manzana es el pequeño pueblo, de no más de dos mil personas, de Agusta (Australia). Que fortuito era que el opuesto a una de las ciudades más incasables fuera una dócil comunidad pesquera en el pacífico.

Esto era lo que ocupaba mi cabeza mientras esperaba el bus. Me invadía un afán singular de pensar en aquel punto opuesto al que yo me encontraba. Revisé, de manera breve, que el bus no estuviera próximo a pasar -esto para no perder la oportunidad dorada de poder montarme en un bus que no volvería a pasar- para poder sacar mi celular, y así, poder indagar con tranquilidad esta anomalía geográfica. Debo admitir que ya poseía un poco de conocimiento previo: años atrás había estudiado en el colegio con un estudiante indonés que no se cansaba de repetirnos que se encontraba en el lugar posible más lejano a su tierra primordial. Este comentario anecdótico, cargado de añoranza patria -cargada de entrañables sentimentalismos-, me servía para ubicar, al menos a nivel continental, el lugar más lejano imaginable. Como era de esperar, la antípoda de Bogotá era un punto en el mar, muy cerca a la costa este de la gran isla de Java en Indonesia. Esto, como en el caso de Nueva York, no resultaba tan atractivo, razón por la cual se afirmaba que en realidad aquel lugar opuesto a la capital colombiana era la ciudad de Surabaya; una gran metrópoli portuaria. Para mi sorpresa esta ciudad era muy similar a la mía, al menos en tamaño y población; quizá esa sería el único símil entre las dos ciudades descomunales. Era evidente que yo estaba a 2600 metros de altura y mi posible otro yo debería estar disfrutando de alguna cálida playa.

Para entonces -cuando montarse en el bus parecía un acto inalcanzable- dos señoras desconocidas ya entablaban una fraternal conversación sobre las frustrantes fallas del sistema de transporte capitalino. Me preguntaba si en el otro lado del mundo, en aquella ciudad extraña, nuestros opuestos (sin entender con claridad las verdaderas dimensiones de lo que esto pudiera implicar) también esperaban un bus. Quizá aquel siniestro paralelismo no esté regido por la aparente dimensionalidad lógica de un opuesto. Lo más seguro es que nuestros yoes antipodales -asumiendo que aquello fuera incluso posible- también hicieran de la espera del bus un momento agradable con una charla pasajera. A la distancia divisé un bus; sin saber si era el que nos serviría a todos (o al menos a mi) los que componiamos el emergente ecosistema del paradero. Esa aparición rompió el encanto geográfico que me había atrapado: el porvenir de ese punto diametralmente distante ya no era de mi interés.

Felipe Aramburo Jaramillo

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